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[:es]REPORTAJE ESPECIAL: El consumo que combate el consumismo[:]

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Por Patricia Simón.

Cada vez son más las personas comprometidas con un consumo justo, de productos de proximidad y ecológicos. Y cada vez son también más las ciudades que se han puesto manos a la obra para fomentarlo, no sólo con políticas dirigidas a apoyarlo, sino también como grandes consumidoras de bienes y servicios. Analizamos los casos de Madrid, Montevideo y Barcelona.

“Consumo productos de proximidad y ecológicos porque es una de las maneras que tengo de participar activamente en la sociedad, cuidando el medio ambiente y contribuyendo al comercio local. Compro en una tienda pequeña que trae vegetales autóctonos que se estaban perdiendo. Me pongo contenta cuando pienso que estoy contribuyendo con esa recuperación”, nos cuenta Segade, una terapeuta y docente que lleva más de una década llenando la cesta de la compra en comercios barceloneses con productos alimenticios, cosméticos y de limpieza del hogar producidos por pequeños productores de la región.

Cada vez son más las personas conscientes de que atajar las consecuencias del cambio climático y su impacto en las personas es la cuestión más urgente a nivel global. Bien lo saben los defensores del medioambiente en los países empobrecidos, allí donde más están sufriendo sus consecuencias, que en sus luchas contra megaproyectos de multinacionales como hidroeléctricas, minería extractivista o monocultivos extensivos –que les desplaza de sus territorios, envenenan la tierra y les priva de su fuente de subsistencia–, se enfrentan incluso a la muerte, como le ocurrió a la activista hondureña Berta Cáceres. Así de importante es el reto como para que se expongan, conscientemente, hasta esos límites.

No es de extrañar, por tanto, que haya todo un movimiento mundial de personas cada vez más preocupadas por reducir su impacto social y medioambiental mediante la reducción del consumo y proveyéndose de productos en cuya elaboración no haya participado mano de obra infantil, personas bajo condiciones laborales injustas, de explotación o inseguras para su integridad física. También buscando alimentos en cuyo transporte no se hayan quemado toneladas de combustible, sino que hayan sido cultivados en su entorno más próximo, por pequeños productores locales y sin el uso de agroquímicos y semillas transgénicas que empobrecen al campesinado al obligarle a comprarlas anualmente a multinacionales, en lugar de recoger las que les surte sus propias plantaciones o las de otros agricultores.

Pero el consumo de productos de consumo justo, de proximidad o ecológicos va mucho más allá: la autoproducción de energías renovables mediante placas solares, el uso de cosmética ecológica o artesanal, la indumentaria tejida en condiciones laborales justas o los productos de limpieza del hogar que no producen residuos tóxicos son otras de las alternativas que, poco a poco, van abriéndose paso entre parte de la ciudadanía más concienciada.

Como determinaron las Naciones Unidas en sus acuerdos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, a los que se comprometieron la mayoría de los países del mundo, la responsabilidad no puede recaer sólo sobre la ciudadanía, sino que son las administraciones públicas las que tienen que fomentar este cambio de hábitos, como recoge en su Objetivos 12 dedicado a la producción y el consumo sostenible. Y son muchos los consistorios partícipes de la Unión de Ciudades Iberoamericanas los que los han incorporado a sus planes estratégicos.

Las ciudades, impulsoras pero también consumidoras

“Impulsar un consumo transformador supone trascender las formas de compra y los mecanismos de intercambio de bienes y servicios. Debemos realizar el ambicioso ejercicio de vincular los mecanismos de producción a las dinámicas de consumo para disponer de una mirada integral, escapar de los discursos culpabilizadores que terminan por generar rechazo ante la excesiva responsabilización individual del consumidor, ampliar el enfoque de derechos (laborales,ambientales…) más allá de la defensa de los legítimos derechos de los consumidores y lograr que el consumo sostenible ayude a resolver problemas reales de la población”, recoge el documento del Plan de Impulso del Consumo Sostenible del Ayuntamiento de Madrid, aprobado en 2017.

Las administraciones públicas no son sólo impulsoras de políticas públicas que pueden “consolidar saltos de escala” en los hábitos de las ciudadanía, como recoge el mismo documento, sino también grandes consumidoras de recursos y servicios. Por ello, son cada vez más los ayuntamientos que están incorporando cláusulas éticas en los procesos de contratación de productos y servicios, en los procedimientos de licitación de concesiones y autorizaciones y de los negocios jurídicos patrimoniales en régimen de concurrencia del patrimonio municipal. Así lo han hecho recientemente el Ayuntamiento de Madrid y de Barcelona, adaptándose a la directiva europea 24/2014 de contratación pública –que no ha sido traspuesta aún en España–, y que va dirigida a impulsar «Europa 2020, una estrategia para un crecimiento inteligente, sostenible e integrador».

Los dos ayuntamientos más importantes del Estado español han actualizado así sus normativas ateniéndose a la definición de Parlamento Europeo en su Resolución sobre Comercio Justo y Desarrollo 2005/2245: “Un instrumento importante para la reducción de la pobreza y el desarrollo sostenible, garantizando un acceso estable y sostenible al mercado europeo y aumentando la sensibilización de los consumidores y considerándolo como un instrumento válido para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio”.

«Valoramos positivamente que el Ayuntamiento de Madrid haya realizado esta apertura a la participación de organizaciones de consumidoras y consumidores, de movimientos sociales, de ONGD, de empresas de la economía social… que abordan los distintos ejes del consumo sostenible», nos explica Julio Campo, miembro de la empresa no lucrativa ecooo, dedicada desde 2005 al fomento de un modelo energético eficiente, sostenible y en manos de las personas. Para ello, socializan y gestionan plantas fotovoltaicas comunitarias, fomentan campañas de compra colectiva e instalación de placas solares para el autoconsumo, realizan auditorías para aumentar la eficiencia energética de nuestros hogares y locales, desarrollan labores educativas y de sensibilización e impulsan la transición energética junto a otras organizaciones como Plataforma por un Nuevo Modelo Energético. Así mismo, forman parte de la asociación SANNAS -de empresas que consideran “que hay un balance económico, otro ecológico y social”–, de cooperativas como el Mercado Social de Madrid o la de consumo cultural Teatro del Barrio, con el fin de promover la Economía del Bien Común. Todas ellas son medidas encuadradas dentro del consumo sostenible, local y de proximidad.

«Todo lo que podamos producir y consumir en el mismo lugar va a reducir la contaminación de una manera muy importante. Y en el caso del consumo energético, además, estamos hablando de un abaratamiento de las facturas de entre un 20% y 30%», explica Campo.

Ecooo nació en el año 2005 «ante la necesidad de democratizar la gestión de la energía desde la producción, para que fueran más los actores involucrados en la transición energética y mayor la participación de la ciudadanía en la misma». Ese mismo año, el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero aprobó el Plan de Energías Renovables que ponía a España a la cabeza de los países comprometidos con la energía limpia. Sin embargo, con la llegada de la crisis su Gobierno retira los incentivos para las renovables, un golpe que se recrudeció con la aprobación, por parte del Gobierno del Partido Popular de Mariano Rajoy, del comúnmente denominado «Impuesto al Sol», en 2015. Según éste, se pagarían unos 10 euros por cada kw de potencia que tengan las placas instaladas en una casa, pese a que sus productores están obligados a entregar gratuitamente todo el sobrante de la energía que producen a las grandes eléctricas.

Arnica, tienda de cosmética ecológica de BarcelonaUna reforma legislativa que supuso un importante desincentivo por la alarma generada pese a que, como explica Campo, «este recargo sólo se aplica cuando se producen más de 10 kw y, en nuestro país, casi la totalidad de las viviendas no alcanzan esa potencia». Sin embargo, desde ecooo no sólo se han esforzado en contrarrestar esta situación sino que «gracias al apoyo de la comunidad que hemos ido creando, hemos podido recuperar plantas solares de propietarios que no veían claro que pudieran amortizar la inversión por los sucesivos recortes a las renovables. Las hemos comprado a precios justos y puestos a disposición de comuneras y comuneros, personas que invierten en estas plantas, solventando así el problema de aquellas pioneras que vieron en estas instalaciones una forma de generar energía», añade Campo.

Otra de sus iniciativas más significativas ha sido la puesta en marcha, a lo largo de este año, de la campaña «Oleada solar», gracias a la cual han conseguido instalar más de 100 tejados solares por toda España, abaratando costes gracias a la compra colectiva de los materiales.

Pero ecooo es mucho más. A lo largo de estos años, su llamado Espacio Ecooo, en el madrileño barrio de Lavapiés, se ha convertido en un punto caliente de la actualidad, así como donde se dan cita todas las personas y proyectos implicados en iniciativas vinculadas con el cambio social. Entre sus paredes -construidas bajo parámetros bioclimáticos- se presentan informes sobre vulneraciones de derechos humanos en las fronteras europeas, proyecciones de documentales, debates políticos…

Todo ello le ha convertido en una fuente de referencia presente en foros y espacios consultivos también para el Ayuntamiento de Madrid, como fue en el caso del Plan para el Impulso del Comercio Sostenible mencionado, en el que junto a otras organizaciones, se contó con la opinión y propuestas de ecooo. Al mismo tiempo, es una de las ocho entidades que se han asociado para poner en marcha el proyecto MARES, promovido por el Ayuntamiento de Madrid y seleccionado entre más de 300 propuestas en la convocatoria de la iniciativa Urban Innovative Actions de la Comisión Europea, dirigida a financiar soluciones urbanas innovadoras.

MARES se define como «un proyecto piloto dirigido a la transformación urbana a través de iniciativas de economía social y solidaria, de la creación de empleo de cercanía y de calidad y de la promoción de otro modelo de ciudad». Para ello, se van a estudiar iniciativas que ya están en marcha pero que aún no han dado el paso a la profesionalización, otras que aún son sólo ideas y otras que se están ideando conjuntamente mediante la participación de la ciudadanía en encuentros. Ya han sido expuestas más de 200 propuestas sobre las áreas a las que tienen que dar respuesta: movilidad, alimentación, energía, reciclaje y los cuidados. Las seleccionadas «tendrán que pasar distintos filtros de calidad, grados de incubación.

No hay prisa por sacar productos ni servicios», nos explica Campo, representante de ecooo en MARES. Una iniciativa de la que, seguro, saldrán empresas vinculadas con el consumo justo, sostenible y de proximidad.

Sin embargo, la autogestión del consumo energético no es nueva en Madrid. Hace ya treinta y seis años, uno de los barrios más pobres de toda España se convertía en pionero energético al construir su propia central térmica. Fue en el barrio Orcasitas, en el distrito de Usera, donde más de dos mil familias trabajadoras de toda España habían recalado buscando mejorar sus vidas. “Era un barrio muy deficiente: las casas  no tenían baño, ni luz y, cuando llovía, las calles se llenaban de barrio. Aquí no podían entrar ni las ambulancias”, recuerda Juani Lérida, que llegó a Madrid procedente de Castilla-La Mancha con su marido y su niña de dos años, cuando ella tenía veintiuno. Hoy tiene setenta y dos y es parte de la heroica historia de Orcasitas.

“Aquí no se podía vivir, así que nos organizamos en una asociación de vecinos y, durante años, nos manifestamos ante el gobierno, el Ayuntamiento, el Instituto de la Vivienda… En cualquier sitio donde pensáramos que nos podían ayudar a conseguir unas viviendas dignas. Había hombres que salían de sus establecimientos para insultarnos y gritarnos: ‘¡que les corten el pelo!’. Claro, eran tiempos de Franco y no les gustaban las manifestaciones. La policía nos corría y detuvieron a mucha gente”, rememora ahora en su casa de cuatro habitaciones, calentada con el gas de la planta térmica comunitaria de la que también son propietarias las más de dos mil familias que dieron la batalla durante la dictadura franquista y los primeros e inestables años de la democracia.

 “Cuando no me quedaba protestando en los soportales de Nuevos Ministerios, me dedicaba a pedir por las puertas para poder llevar bocadillos a los compañeros” nos cuenta esta manchega que aún hoy sigue implicada en la lucha social y en la mejora de su barrio a través de la Asociación de Vecinos de Orcasitas. “Íbamos con las botas de agua llenas de barro a los despachos del gobierno y gracias al apoyo de un grupo de arquitectos e ingenieros conseguimos no sólo que nos construyeran nuestras casas, sino la central térmica gracias a la que tenemos una calefacción muy, muy buena”.

Un central gasística que se ha convertido en el orgullo del vecindario y que gracias a su alianza con otras dos térmicas comunitarias y comunidades de vecinos con calefacción central, han conseguido que sus cuotas sean de la mitad que la media española: entre 35 y 60 euros por vivienda. Las cuotas son fijas durante todo el año y con esa cuantía no pagan sólo el consumo, sino también el mantenimiento y la modernización de sus instalaciones. “Ahora pagamos más que al principio porque hay muchos vecinos que no pueden hacer frente a las cuotas porque no tienen trabajo y se las pagamos entre todos”, explica con naturalidad Lérida.

“Eran vísperas de Navidad cuando nos entregaron las casas (en 1981). ¡Uy, qué día aquel! No nos lo podíamos creer. Yo tenía tres niños de corta edad y vivir en aquellas condiciones… Todavía hoy me emociono cuando lo recuerdo”, nos explica Lérida.

La ciudad como tejedora de redes de la sociedad civil

Algo parecido están haciendo en Montevideo. “Aquí la tradición es que la administración apoye iniciativas que nos llegan desde la sociedad civil. Aunque nos gustaría hacer más”, nos explica Daniel Arbulo, responsable de la Unidad de Economía Social y Solidaria, creada en 2015 por la Intendencia montevideana para fortalecer el cooperativismo.

El proyecto PAGRO es una de sus iniciativas más destacadas. Un espacio novedoso en el que convive el primer establecimiento de estudios agrícolas de bachillerato -en el que estudian más de cuarenta jóvenes- con cooperativas agroecológicas familiares. Allí, mientras el estudiantado aprende a producir leche de cabra o a cultivar en viveros mediante conocimientos teóricos y prácticos, los cooperativistas producen harinas orgánicas de maíz y trigo. “Es un ejemplo de cómo desde los emprendimientos de la economía social se da una respuesta eficiente a necesidades sociales que el mercado no solventa, como las de las personas que no pueden consumir harinas industriales por enfermedades o intolerancias”, explica Arbulo.

La cooperativa aglutina a 40 familias “y nuestra apuesta es que otros sectores de la economía social puedan contribuir para fortalecer su vínculo con los consumidores a través de las tecnologías”. Para tender este tipo de redes entre empresas sociales, su unidad ha puesto en marcha el primer espacio de coworking (oficina de convivencia entre empresas de distintos ámbitos) impulsado desde lo público. En él participan quince organizaciones sociales y quince empresas de economía social del ámbito del software libre, el audiovisual o la gestión administrativa para trabajar con colectivos en situación de vulnerabilidad como personas con enfermedades mentales o jóvenes que intentan insertarse laboralmente. “El objetivo es que se aborden necesidades de las comunidades desde la perspectiva solidaria. Y está dando resultados”.

Uno de los más interesantes es el que surgió en la Escuela Popular China, situada en Casavalle, en la periferia de Montevideo. Allí se da uno de los índices de pobreza más altos del país y el profesorado desarrolla una pedagogía que aúna la dimensión educativa con la productiva. “Buscamos revalorizar la idea del trabajo, de la producción de objetos y de cultura. Normalmente, las escuelas legitiman más los saberes intelectuales que los manuales, pero para nosotros ambos son igualmente importantes. Otra de las dimensiones que desarrollamos es la científica, porque en el capitalismo existen unas instancias dedicadas a la producción del conocimiento y otras a reproducirlo. Y entendemos que desde las escuelas debemos reconstruir los caminos que llevan al conocimiento”, nos explica el maestro Federico Mesa. Para ello, el alumnado parte de un proyecto desde el que se desarrolla el currículum académico. De esta manera un grupo de estudiantes empezó a estudiar los Microorganismos Eficientes Nativos. Gracias a la colaboración de estudiantado, familias y profesorado fueron más allá, y al final del curso presentaron un producto para la limpieza de las fosas sépticas, ya que en este barrio hay viviendas aún sin saneamiento. Siguieron investigando y comprobaron que era muy eficaz también para higienizar las graseras, donde se vierten los aceites empleados para cocinar, pero sin los riesgos para la salud que tienen algunos productos químicos.

A partir de ahí se planteó la conformación de una cooperativa para que las madres de estos niños y niñas -muchas de ellas dedicadas a la recolección y reciclaje de residuos– se pudiesen dedicar a producir este biopreparado con base de arroz y comercializarlo.

Una de las que se sumó desde el principio a la iniciativa es Alba Meli López, madre de uno de los alumnos del colegio. “Cuando empezamos era como un experimento, y lo repartíamos a la gente para sus pozos negros. Pero ya se ha convertido en una fuente de ingresos para mí. Tenemos como clientes a la Liga Sanitaria -una empresa dedicada al control de plagas–, a facultades y a particulares”.

Además, esta cooperativa está contando con el apoyo de otras empresas de la economía social, están desarrollando su plan de negocio, los trámites de formalización, la estrategia de marketing, la visibilización mediante lo audiovisual…

“Muchas veces, las soluciones a los problemas comunitarios están en el conocimiento de la propia comunidad más que en aplicar plata de técnicos. Y esa es la línea de trabajo sobre la que queremos construir un paradigma de política pública”, señala Arbulo.

Sin embargo, como en la mayoría de los casos de iniciativas sociales, el gran problema sigue siendo la visibilización, la falta de interés por parte de los medios de comunicación en estos grandes procesos de transformación de la ciudad y de las vidas de sus habitantes. “Acá tenemos muchos proyectos interesantes, pero si tuviera mucha plata lo que desarrollaría serían canales para que estas mujeres puedan demostrar que están haciendo las cosas bien, más baratas y más eficientes. Que es más barato montar una cooperativa de viviendas que las políticas públicas tradicionales, porque así se construye barrio, se garantiza que los trabajadores puedan acceder a viviendas dignas y se demuestra que son estas personas las verdaderas agentes de cambio”, sentencia.

La ciudad como aliada del medio rural

Barcelona lleva años a la vanguardia del consumo de productos justos, de proximidad y ecológicos. Sus calles y locales comerciales se han convertido en el mejor aliado de los campesinos, ganaderos, artesanos y productores catalanes, que tienen en los habitantes de esta ciudad a la mayoría de sus consumidores. Además del pequeño comercio, que sigue siendo muy importante en la capital catalana y que lleva años siendo apoyado por su ayuntamiento, casi cada fin de semana se pueden visitar mercados en los distintos barrios de pagés (campesinos en catalán) de distintas comarcas vendiendo sus productos en la calle. Lo que en otras ciudades se organiza desde una perspectiva lúdica y puntual, en Barcelona han conseguido que sea parte de los hábitos de consumo de su ciudadanía. Y lo más importante: ha conseguido generar una relación de afecto y de respeto hacia el campesinado, una dedicación que goza de una alta reputación en Catalunya, frente a lo que ocurre en otras regiones del Estado español, donde es vista, en el mejor de los casos, como la última alternativa laboral, cuando no como un fracaso social.

“Empecé a ocuparme de alimentarme mejor y de nutrir la economía local hace más de diez años. Fue a partir de conocer en la feria de Biocultura una pareja que tenían una empresa de entrega de cestas ecológicas a domicilio llamada Pachamama. Los precios eran razonables y viviendo sola me di cuenta de que el incremento apenas lo iba a notar. Primero me enganché al sabor, a la textura: lechugas que crujen, tomates con pulpa… Y entonces pasó algo. Cuando abrí el tomate el olor me llegó sin tener que acercármelo a la nariz. Y me vino un recuerdo de mi infancia que había borrado: cuando volvíamos del colegio, mi madre nos daba un tomate con sal para que nos lo comiéramos a bocados mientras ponía la mesa. Es una experiencia que va más allá de la barriga: ya no como sólo para llenarme la barriga, sino para nutrir mi cuerpo”, nos explica Lourdes Segade, terapeuta y docente asentada en Barcelona.

Desde entonces, su compromiso con el consumo de productos locales y ecológicos se ha extendido a otras áreas. “No le daría nada a mi piel que no me comería ¡La piel es el órgano más grande de nuestro cuerpo! Así que todo lo que utilizo es bio”, explica. Tampoco la limpieza del hogar se queda al margen de sus hábitos sostenibles puesto que depurar las aguas requiere un gran inversión energética y siempre quedan residuos que terminan siendo arrojados al mar. Además, Segade prefiere mantener su casa libre de productos de química industrial.

El consumo de energías renovables no ha llegado aún a su hogar, aunque al no tener calefacción su huella ecológica es mucho menor a la media. Pero iniciativas como la cooperativa Som Energía, que presta servicio desde Girona a más de 58.000 hogares en toda España- le parecen muy necesarios porque “todo lo que sea fragmentar el poder en cualquier ámbito me parece muy bien. Se trata de que haya personas con otros valores  y que no lo ven todo desde el prisma del negocio, metidos en el reparto del pastel”.

En una calle paralela a Las Ramblas  –atestadas de turistas y flanqueadas por los mismas mismas tiendas de multinacionales textiles que podemos encontrar en muchas ciudades del mundo– resiste Framir L’olla, un pequeño comercio donde venden comida casera, legumbres a granel y verduras. Allí llevan toda una vida trabajando un grupo de mujeres ya cercanas a la edad de jubilación. Una de ellas es Mari Carmen, que nos explica que han podido resistir frente a las grandes superficies gracias a “trabajar mucho, hacer muchos sacrificios y tener poca ganancia”. Una clienta que compra aquí diarimente el almuerzo añade: “Y porque nos miman mucho y todo está riquísimo”. Mari Carmen sonríe y explica que siguen vendiendo a granel porque “es mucho más ecológico que cada persona pueda comprar lo que necesite en vez de la bolsa de un kilo y porque muchos de esos productos apenas si se cultivan ya”.

Barcelona se ha convertido en un escaparate del consumo justo, de proximidad y ecológico. Si bien es cierto que el precio de estos productos es algo más caro, hay que entender que no sólo se está contribuyendo a la economía local familiar –que tiene más retorno en la de la propia ciudadanía que la compra en grandes establecimientos–, sino que también se está pagando las condiciones laborales justas, el no empleo de mano de obra infantil, el uso sostenible de la tierra, evitando el despoblamiento de las zonas rurales y el engrosamiento, por tanto, de los cinturones de pobreza en las ciudades, entre otras cuestiones urgentes y de un claro impacto social.

En una entrevista reciente en La Marea, Yayo Herrera, antropóloga e ingeniera técnica agrícola, lo explicaba así: “Creo que desde el movimiento ecologista, y yo soy crítica en ese sentido, no hemos sabido expresar bien hasta qué punto existe una correlación estrechísima entre el deterioro de las condiciones laborales, el empobrecimiento de mayorías sociales y el deterioro de la naturaleza. Es decir, no son cosas desligadas” Y añadía quien durante años estuvo al frente de Ecologistas en Acción en España y ahora dirige la fundación Fuhem: “Ha habido un cierto ecologismo que ha sido elitista porque proponía actitudes hacia lo verde que eran inasumibles e inalcanzables para las mayorías sociales, e incluso imposibles de extender. Desde mi punto de vista, cualquier propuesta que no sea universalizable no es válida porque es injusta. Cualquier cosa que no es universalizable no es un derecho, sino un privilegio. Es imposible mantener la vida humana al margen de la naturaleza. El capitalismo ha sido incapaz de cumplir sus promesas: alimentar a todo el mundo, proporcionar un sistema de bienestar determinado… Y ha sido incapaz, en cierto modo, porque ese modelo de constante producción dependía de materiales y energías que eran finitos. En el momento en que topas con los límites del planeta, ese modelo de crecimiento se ve dificultado”.

Un reto no exento de dificultades para las administraciones públicas de las ciudades, como nos explica Daniel Arbulo, responsable de la Unidad de Economía Social y Solidaria de la Intendencia de Montevideo: “Si la solidaridad es un discurso que está bien visto, en la práctica tenemos una negación a estos procesos. Hay quienes piensan que la economía social es una economía pobre, de pobres y para pobres; que no genera sustento, que da soluciones malas y que no permitirá salir a estas personas de esas situaciones. Y nosotros pensamos que todo lo contrario, que es ahí donde están la mayoría de las respuestas a los problemas de las comunidades”.

Los estudios, los acuerdos internacionales, las experiencias locales y, sobre todo, los testimonios de las personas implicadas en el comercio justo, sostenible y de proximidad le dan la razón.

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