[:es][vc_row][vc_column width=»1/1″][vc_column_text]
En 2001, siete mujeres de una favela del norte de Londrina, en el sur de Brasil, abrieron una cooperativa para convertir la recogida y el procesamiento de basura en un empleo digno. Hoy son 141 trabajadores.
Por Agnese Marra. Publicado en CTXT.
LONDRINA (BRASIL) | 11 DE DICIEMBRE DE 2017.- A la favela de Vila Marízia se la conoce por dos razones: la pesca y los muertos. Este barrio de la zona norte de Londrina (en el estado de Paraná, al sur de Brasil) tiene los mejores gusanos para usar de anzuelo. Y sus calles de barro concentran el mayor número de asesinatos de la ciudad. Si buscamos en Google Vila Marízia, las tres primeras noticias son: “Cuerpo encontrado en el arroyo de Vila Marízia”, “Mujer asesinada con 12 tiros en la favela de Vila Marízia” y “Otra noche de tiros en Vila Marízia”.
Hay que indagar mucho para conocer que por esta favela se movió el cónsul de Japón para darle un premio a siete mujeres. Que en 2007 ocho miembros del cuerpo diplomático nipón decidieron apostar por el Proyecto Esperança cuando en Brasil nadie se interesaba por él. Que gracias a la ayuda extranjera estas emprendedoras hoy tienen una de las cooperativas de reciclaje más premiada del país y han sacado de la miseria a centenas de mujeres.
Pero empecemos por el principio. Y para eso hay que mirar veinte años atrás. Unas doscientas chabolas desperdigadas como quien tira a la suerte unos dados. Casas de latón y madera en los márgenes del arroyo Bom Retiro –que poco tiene de bueno– que atraviesa el barrio como una herida abierta por la que supuran residuos y pescado. En la parte alta una montaña de basura –el lixao, dicen en Brasil– donde decenas de vecinos con los deshechos hasta las rodillas buscan esa lata de cerveza, esa botella de coca-cola o ese tetrabrik de leche que se convierte en el nuevo Dorado: el oro que les puede dar de comer al menos durante una semana.
“El olor era insoportable. Llovía y todo se descomponía, nos resbalábamos entre la basura, trabajábamos sin protección, un montón de gente se enfermaba con infecciones raras, era una situación de miseria”, recuerda Verónica Cardoso, la heroína de este relato. Con su metro y sesenta y dos de altura, su pelo crespo y sus ojos negros como dos jabuticabas –una fruta brasileña menor que la cereza y más oscura– esta mujer de 43 años, que entre risas nos dice que se siente “una anciana”, es el ejemplo de la perseverancia: “Mi objetivo siempre fue recuperar la dignidad del barrio, y esa semilla ya la he plantado”.
Cardoso se crió con sus diez hermanos entre la orilla de Bom Retiro y los márgenes de la Avenida Brasilia, la autopista que rodea Vila Marízia. Su infancia la pasó al lado de la carretera vendiendo gusanos para los pescadores de la región, pero ni un solo día faltó a la escuela, dice con orgullo: “El mejor legado que nos dejó mi padre fue la educación, decía que eso nos salvaría”. Ella hizo caso al bahiano que llegó al sur de Brasil para buscar suerte con una carroza con la que recogía restos de aluminio que servirían para dar de comer a sus once hijos.
El reciclaje, que antes se llamaba simplemente “recoger basura”, ha sido la fuente de renta de millones de pobres en Brasil. Desde 2014 una ley prohibió los basureros al aire libre, pero la normativa ha servido de poco o de nada. La mayoría siguen abiertos poniendo en riesgo la vida de los que se remangan para encontrar un futuro en medio de los deshechos que otros descartaron como pasado.
Los “catadores”, como llaman en Brasil a los que buscan entre la basura material reciclable, han sido hasta ahora los outsiders de las metrópolis, los pobres que viven en la mendicidad y vagan por las calles en busca de una lata vacía. El aluminio es el material con el que más se gana, por eso este país ostenta el primer puesto en el mundo en reciclaje de latas: por un kilo de estos envases ganan 90 céntimos de euro.
Los expulsados de la sociedad
Verónica Cardoso, que desde los 25 años pasó su vida en el lixao de Vila Marízia, decidió cambiar las reglas del juego y convertir el único trabajo al que podían acceder los vecinos del barrio en un empleo digno. En 2001 montó junto a otras siete compañeras el Proyecto Esperança, una ONG de catadores que buscaba trabajar directamente con el Ayuntamiento de Londrina para garantizar al menos un cliente. Lo consiguieron, y de siete pasaron a ser sesenta trabajadoras. Buscó ayudas en Brasil y no las encontró, entonces miró al extranjero y logró que el gobierno japonés confiara en ellas: “Vino el cónsul a ver nuestro trabajo y se quedó muy impresionado, por eso nos dieron dinero para abrir otra nave y para maquinaria nueva”, explica Cardoso. Hasta 2008 se mantuvieron como autónomas, pero en esa fecha la crisis económica hundió el precio de los materiales reciclables, y las mujeres de Esperança comenzaron una nueva lucha.
Entre las reuniones en el Ayuntamiento y las manifestaciones en la calle, las catadoras consiguieron llegar a un acuerdo y dar un paso más allá. Fue entonces cuando nació Cooper Regiao, una cooperativa en la que todos los trabajadores tendrían las mismas responsabilidades y con la que conseguirían obtener los derechos laborales básicos de un contratado. El municipio de Londrina aceptó firmar un acuerdo en el que por primera vez les contrataba como prestadores de servicio público –una especie de funcionarios del ayuntamiento– a cambio de que se encargaran de la recogida de basura reciclaje casa por casa. “En esa lucha por nuestros derechos se inició un proceso de reconocimiento de nuestra identidad colectiva como catadores, de valorización de nuestro trabajo. Fue todo un ejercicio de empoderamiento y de rescate de nuestra autoestima”, cuenta Cardoso, hoy directora financiera de Cooper Regiao.
El primer paso fue el reconocimiento propio, después vino el ajeno, el que Verónica Cardoso o Sara Porfirio Costa –una de las gerentes de la cooperativa– repiten constantemente durante la conversación: “La sociedad empezó a vernos como personas, a tratarnos de igual a igual”, relatan. “Hay que pensar que nuestra cooperativa trabaja con los expulsados de la sociedad, con los que nadie quiere. Nuestro trabajo no solo ayuda al medio ambiente, nuestro primer objetivo es devolver ciudadanía a los trabajadores”, sentencia Cardoso.
El trato personal con los vecinos ha sido la clave para integrar a estos outsiders. La recogida de basura comienza con un primer diálogo. El catador llega uniformado con su camiseta de la cooperativa, toca la puerta con una bolsa de basura verde en la mano. “Lo primero que hacen es explicar que en una semana pasarán a recoger residuos que se puedan reciclar, les enumeran cuáles son, y les indican que los dejen lo más limpios posibles y que los coloquen en la bolsa que les entregamos”. Esa labor pedagógica entre el catador y el vecino es, según Cardoso, lo que ha hecho que ya no les miren con desprecio, que incluso les inviten a tomar un café, y, sobre todo, que no les abran la puerta con miedo.
COOPER REGIAO HOY SE OCUPA DE 88.000 VIVIENDAS DE LONDRINA –EL 50% DE LA CIUDAD– Y ENTRES SUS 141 TRABAJADORES –EL 85% SON MUJERES– CONSIGUEN RECICLAR UNA MEDIA DE 320 TONELADAS AL MES
Cooper Regiao hoy se ocupa de 88.000 viviendas de Londrina –el 50% de la ciudad– y entres sus 141 trabajadores –el 85% son mujeres– consiguen reciclar una media de 320 toneladas al mes. Tienen cuatro naves, maquinaria último modelo y una organización casi germánica del trabajo donde separan hasta 31 materiales. Las bolsas verdes que recogen puerta a puerta acaban en lo que llaman “el monte”, un espacio donde juntan todos los residuos para hacer una primera división por tamaños. De ahí el material va para una estera en la que la separación ya se da por tipo de materiales. El último paso es la prensa, de la que saldrán pilas de material que se venderán a diversas industrias para que lo reutilicen. Cardoso quiere dejar claro que las empresas a las que vende el producto reciclado son cuidadosamente elegidas por unos parámetros de sostenibilidad: “Somos muy cuidadosos con el destino final de nuestra labor porque la preservación del medio ambiente es otro de nuestros objetivos”.
Su forma de trabajar es la que les ha convertido en una de las cooperativas de reciclaje más premiadas del país. En 2014 consiguieron el premio Ciudades Pro Catador y en 2016 el Premio de Excelencia Ambev –una de las mayores conglomerados de cerveza del mundo–. Para Cardoso su verdadero diferencial es que en Cooper Regiao los propios catadores se hacen cargo de todas las actividades, incluso de la parte financiera: “Cuando vi los papeles que teníamos que rellenar, las facturas, las cuentas, casi me muero. No sabía nada y tuvimos que aprender a trompicones para poder responder a las burocracias que nos exigía el ayuntamiento”. La prueba la superaron con creces porque por primera vez en 2017 el poder público ha decidido renovarles ya no por un año, sino por tres: “Este tiempo significa respirar tranquilos y garantizar un salario a los trabajadores con más de doce meses de futuro”.
El municipio de Londrina solo tiene elogios para la cooperativa que, junto con otras dos empresas, ha logrado que esta ciudad de medio millón de habitantes sea una de las tres que más reciclan en todo el país –después de Porto Alegre y Sao Paulo–, y la número uno en el ranking de las pequeñas ciudades. “Ofrecen trabajo y una renta fija a centenas de trabajadores que estarían en la calle, aumentan la vida útil de los residuos y han logrado que nuestra ciudad sea un ejemplo de reciclaje para el país”, explican desde la secretaría de Medio Ambiente de la ciudad.
“Por fin tengo muebles”
Pero si uno quiere saber lo que realmente significa Cooper Regiao basta con darse una vuelta por una de las naves de Vila Marízia y hablar con cualquiera de sus trabajadoras. Por ejemplo, con Rita de Cassia, una de las más queridas de la cooperativa, “el antes y el después” la llaman sus compañeras para referirse a la época en que mendigaba por una piedra de crack. “Robaba a sus hijos, a sus padres, a cualquiera que tuviera al lado para conseguir dinero para la droga”, recuerda Cardoso, que le ofreció trabajar en la cooperativa. Después de varios intentos, esta mujer que acaba de superar la cuarentena consiguió limpiarse y empezar de nuevo.
Para Noemia Gomes de Carvalho, que se acaba de jubilar a sus 68 años, la cooperativa es sobre todo “el futuro de la familia”. Esta mujer pasó la mitad de su vida como una nómada entre el estado de Minas Gerais (al norte de Paraná) haciendo la temporada de la cosecha del café, y la carretera de Brasilia, en Vila Marízia, donde vendía gusanos a los pescadores: “Tenía que sacar constantemente a mis hijos de la escuela porque viajábamos mucho. Además, apenas ganaba para sobrevivir”. Con la cooperativa consiguió un salario dos veces superior al que ganaba antes y la tranquilidad de no moverse de casa y darles una educación a sus hijos. Noemia ha conseguido jubilarse, pero ha dejado a hijas, nietas y a un bisnieto trabajando en la cooperativa.
Suely Oliveira, madre de trece hijos, a sus 55 años todavía tiene a siete a su cargo y nos dice que Cooper Regiao es la “garantía de que no falte comida en la mesa”. Para Sara Porfirio ha sido la oportunidad de pagarse su casa en Vila Marízia. Dice casi a los gritos: “Por fin me he podido comprar muebles”.
Cardoso se conoce al dedillo la historia de cada una de estas mujeres, la cooperativa la montó para sacarlas adelante: “Son personas sin estudios, con muy pocas opciones en el mercado de trabajo y aquí reciben un salario mínimo y medio –alrededor de 550 euros–, tienen vacaciones, paga extra, un día al mes para problemas familiares. Ninguna empresa privada les ofrecería algo así”. Cardoso ya no baja a la prensadora en la que trabajó durante 18 años, se queda haciendo números en la oficina. Hizo caso a su padre y terminó su carrera universitaria de Trabajo Social y hace un año consiguió su título de máster en Comunicación Popular y Comunitaria.
“Cuando terminé mis estudios las chicas me decían que iba a dejar la cooperativa. Pero yo estudié para poder traer mi conocimiento aquí, para mejorar nuestras condiciones y para animarlas a que ellas también retomen la escuela”. Entonces Cardoso por primera vez frunce el ceño y deja el tono maternal para pasar al reivindicativo: “Lo que más me entristece es que la mayoría de ellas no quiere estudiar. Es la culpa del capitalismo que dice que lo que nos honra es trabajar y no pensar. En esta cooperativa pregonamos lo contrario”.
Este reportaje se ha realizado con la colaboración de la Unión de Ciudades Capitales Iberoamericanas. |
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][:]